La Providencia divina; VIII domingo ordinario
La Providencia divina; VIII domingo ordinario
Tenemos imágenes para todos los gustos. Algunas que representan una
profunda experiencia y otras que revelan una gran soledad. ¿Qué imagen tienes
tú de Dios?
La providencia de Dios
Isaías 49, 14-15: “Yo nunca me olvidaré de ti”
Salmo 61. “Sólo en Dios he puesto mi confianza”
Corintios 4, 1-5: “El Señor pondrá al descubierto las
intenciones del corazón”
San Mateo 6, 24-34: “Mi Padre Celestial los alimenta”
“¿Cómo se imaginan, Ustedes, a Dios?” No son unos niños pequeños pero la
pregunta ha causado gran dificultad a los adolescentes que se preparan para su
confirmación. Se les explicó claramente que no se trataba de copiar imágenes
que ellos conocen de Jesús o las obras maestras del arte que representan a
Dios, sino con símbolos expresar lo que para ellos significa Dios. Algunos con
cara de angustia, otros con resuelto optimismo, empiezan a dibujar las imágenes
que para ellos sean más cercanas a la presencia de Dios. Un buen sicólogo
podría analizar estas imágenes que nos presentan de todo: rasgos maternos,
imágenes de temor, cercanía o lejanía… ausencia o acompañamiento. ¡Quién iba
pensarlo! Tenemos imágenes para todos los gustos. Algunas que representan una
profunda experiencia y otras que revelan una gran soledad. ¿Qué imagen tienes tú
de Dios?
Dios se va manifestando a través de la historia de muchas formas para
expresar su cercanía a la humanidad y las lecturas de este día son la mejor
muestra. Isaías lo presenta lleno de misericordia con un amor más grande que el
de una madre que no puede olvidar a su hijo; Jesús en el Evangelio de
Mateo, nos lo muestra como el Padre providente y amoroso que cuida de sus
hijos; Pablo nos habla del Dios de Jesucristo en su dimensión de juez justo que
pone de manifiesto las intenciones del corazón. Ante este Dios, el salmo
responsorial, nos invita a entonar un canto sereno: “Sólo en Dios he puesto mi
confianza”, porque sabemos que sólo en Él encontraremos descanso. Todas las
lecturas son una invitación a reconocer y experimentar el amor grande y misericordioso
de Dios; a ponernos confiados en sus manos pero al mismo tiempo cuestionarnos
sobre nuestra real confianza en Dios.
Mientras Isaías nos coloca en el calor de las entrañas misericordiosas
de un Dios que acompaña siempre a su pueblo, el Señor Jesús nos previene de una
utilización mercantil y utilitaria del nombre de Dios. Contra lo que pensamos
comúnmente, el riesgo de ser idólatras acecha a todo cristiano. Jesús señala
con fuerza este peligro: “no pueden ustedes servir a Dios y al dinero”.
Las riquezas, el dinero, son las palabras que se usan para traducir la palabra “Mammona”.
A todos nosotros las riquezas parecen ponernos en un estado de seguridad,
comodidad y bienestar. Pero en realidad sus orígenes no son precisamente
nobles, sino que ya traen veneno en su raíz.
La palabra “mammona” deriva de un vocablo arameo que
significa generalmente riquezas, posesiones, bienes, pero que en la literatura
hebrea es usado casi siempre en términos peyorativos: mammona de iniquidad o
riqueza de mentira. En la narración de Mateo, el dinero es peligroso porque
lleva al hombre a cumplir acciones infames. Cuando hay dinero de por medio la
gente está dispuesta a odiar, mentir, matar, traicionar, hacer sufrir, comprar
conciencias. Basta mirar los acontecimientos que vive nuestra patria para
darnos cuenta de lo corrupto que resulta el dinero. Las leyes, los partidos,
las propuestas, todo está condicionado por el dinero. Delante del dinero, Dios
mismo desaparece; o lo hacemos desaparecer.
Dos actitudes opuestas: un providencialismo, pensando que Dios todo lo
resuelve, o una actitud de acomodo de Dios a nuestras ambiciones e intereses. Dios no puede reinar entre
nosotros, sino preocupándose de todos y haciendo justicia a los que nadie se la
procura. Dios sólo puede ser servido donde se promueve la solidaridad y la
fraternidad. Mientras haya pobres y necesitados, toda la riqueza que uno
acapare para sí mismo sin necesidad, es injusta, porque está privando a otros
de lo que necesitan. Ante las declaraciones actuales sobre la escasez de
alimentos y el peligro de una hambruna, queda la conciencia clara de que hay
alimentos suficientes, lo que falta es generosidad, lo peligroso es el
acaparamiento y la ambición de unos cuantos que se despachan a su propio gusto
mientras millones de hermanos están muriendo de hambre.
Con una actitud miope, este evangelio puede resultar escandaloso para
quienes están sufriendo hambre, como si fuera una invitación a quedarse
irresponsablemente sin hacer nada, sólo esperando que todo baje del cielo,
confiar en la “providencia”. No es ese el sentido del Evangelio. Es una llamada
a buscar el Reino de Dios y su justicia, a transformar el mundo conforme a la
mirada y al deseo de Dios. El dinero ha invadido los corazones y ha hecho que
nos olvidemos de los hermanos. Damos una mano a Dios y otra al dinero, tenemos
encendidas dos velas… Es un reclamo a dar el justo valor a las cosas materiales
y esto lo debemos tener en cuenta en la familia, en la sociedad y entre las
naciones. Es una exigencia cambiar desde la raíz las situaciones injustas y el
sistema económico social que las engendra. ¿No es cierto que los intereses
económicos pasan por encima de naciones y de individuos? ¿No es verdad que a
los pies de los grandes capitales caen los ideales y sucumben los buenos
propósitos?
Cristo nos muestra el verdadero rostro del Padre y nos invita a un punto
de equilibrio. Condena el afán desmedido, el ansia exagerada, la agitación
forzada. Él mismo trabajó con sus manos y ganó el sustento con su sudor, pero
siempre se sintió en manos de su Padre y reconoció que tenía una misión. Es
bueno y santificador el trabajo, pero es mala la ambición y el ansia desmedida.
Es bueno procurar el bienestar y la seguridad, pero es malo crearnos
necesidades artificiales y hacernos esclavos de los bienes materiales hasta sentirnos
identificados con ellos. Es bueno sentirnos en manos de un Padre amoroso, pero
también lo es sentirnos responsables de cuidar, perfeccionar y hacer común la
creación que Él nos ha dejado.
Ante estas propuestas de Jesús debemos cuestionarnos: ¿Cómo experimento
a Dios en las decisiones importantes de mi vida? ¿Pesan más el dinero y la
ambición que su amor? ¿Qué valores determinan mis decisiones? ¿Qué cosa ocupa
mi corazón? ¿Busco a Dios pero no me suelto de mis ambiciones?
Padre Bueno, concédenos descubrir el valor de tu amor, sentirnos en tus
manos y que el curso de los acontecimientos del mundo se desenvuelva, según tu
voluntad, en la justicia, en la paz y en la fraternidad. Amén.
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