Viva San Caralampio
Historia de San Caralampio*
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En tiempo del
Emperador Severo enseñaba al Sacerdote Caralampio a los hombres el camino de
la salud, despreciando los edictos del César en que mandaba sacrificar a los
ídolos. Luego que lo supo el Presidente Luciano, le mandó llamar
queriendo persuadirle a que cumpliese con las órdenes del Emperador. Se
resistió San Caralampio, y enfurecidos los jueces, mandaron quitarle las
santas vestiduras y que le azotasen los verdugos con garfios de hierro,
quienes lo hicieron a sus satisfacción. Les dió gracias nuestro invicto
mártir porque le habían renovado el cuerpo y el espíritu; y entonces, mudados
repentinamente los crueles verdugos, dudando si sería el mismo Cristo, que en
figura de un anciano habría ido a convertir los habitantes del Asia, se
vuelven a los jueces diciéndoles: "Hemos acometido con nuestros garfios
a su propia carne, que más dura aún que el mismo hierro, permanece integra e
intacta, cuando aquellos se doblan a los golpes". Estos se
llamaban Porfirio y Bapto, que convertidos a la fe de Jesucristo, sufrieron
después el martirio. Al oír su razonamiento, bramaba de cólera el
Presidente, que les echaba en cara su debilidad. El Capitán Lucío, que
ola, indignado contra ellos, acometió al santo cuerpo de Caralampio, diciendo
que ya que los encantamientos de aquel mago habían entorpecido a Porfirio y a
Bapto, no lo harían así con su esforzado brazo; y el mismo momento, separándose
sus manos de los codos, quedaron pendientes del cuerpo del mártir, y Lucío
avergonzado del suceso. El Presidente Luciano al ver esto instante se
le torció la cabeza, quedándole la cara por la espalda. Observando tan
repetidos portentos, los magnesianos poseídos de terror suplicaban al Justo
aplacarse a Dios, y a las palabras de Caralampio se convirtió la multitud:
rogó por los infieles a quienes había castigado el brazo Omnipotente y
sanaron Luciano y Lucío, recibiendo después éste el Santo Bautismo. El
Presidente suspendió la persecución mientras daba parte al César de lo
sucedido; y en este intermedio ocurrían al Santo los habitantes del Asia,
confesando sus pecados; resucitando entonces el invicto Caralampio una
multitud de muertos y dando salud a toda clase de enfermos.
El César, lleno de ira
con las noticias de San Caralampio le habían comunicado el Presidente
Luciano, mandó trescientos soldados para que, haciéndole pedazos la espalda,
le condujesen de Magnesia a Antioquía de Pisidia. Luego que éstos
llegaron al Asia se apoderaron del Santo mártir y clavándole agudos clavos
por todo el cuerpo, le ataron de las barbas que tenía muy crecidas y le
hicieron caminar de este modo. Habría andado quince estadios cuando su
caballo que iba a la derecha se voltea, y en voz clara y perceptible articula
estas palabras: "Vosotros, soldados ministros execrables del demonio,
¿No veis que con este hombre está Dios Padre y Jesucristo y que en él habita
el Espíritu Santo? Pues ¿por qué obstinados obráis de esa manera?
"Desatad al que no podéis ligar, para que así seáis sueltos de las
cadenas con que estáis atados". A las voces del bruto se llenaron de
miedo aquellos impíos; pero no por eso soltaron al Santo, a quien como hasta
allí lo condujeron a Antioquia.
El demonio tomando la figura
de un viejo, se presentó al César asegurándole que era Rey de la Scita a
donde llegó un insigne mago llamado Caralampio: que había desordenado su
ejercito y atraídose la voluntad de sus vasallo: que él se hallaba desamparado
de todos, y venía a darle parte del suceso, no fuese que le aconteciese lo
mismo a Severo, entonces alegre porque traían los suyos al mago de un modo
tan ignominioso: sin preguntarle nada mandó que con una lanza de tres codos
le hiriesen el pecho y luego sentenció que lo quemasen vivo y a fuego
lento. La concubina del Emperador, para atraerse más su voluntad, tomó
con su mando ceniza caliente, que arrojó a la cabeza del Santo, diciéndole:
Muere viejo, muere. Su hermana, que presenciaba el fatal espectáculo,
la reprendió agriamente, convirtiéndose a Dios y llorando sus pecados.
Ya estaba prendida la
leña con el fuego, más se apagó éste a la presencia de Mártir, y él quedó más
robusto, tanto que desmayaron los mismos verdugos: visto lo cual por Severo,
mandó desatarle, haciéndole varias preguntas a que contestó San Caralampio
con la entereza propia de una alma tan sublime. Creyendo acaso el
Emperador que lo avergonzaría y desengañaría al pueblo de este modo, mandó
traer a un hombre que treinta y cinco años hacia que estaba endemoniado,
diciendo al Santa que lo curase: lo condujeron en efecto y luego que el
demonio se vio en la presencia de Caralampio, le rogó que le castigase,
prometiendo abandonar a aquel hombre: lo hizo inmediatamente que se le mandó;
y entonces, Severo no pudo menos que exclamar: "Verdaderamente
es grande el Dios de los cristianos"; y en seguida hizo le
trajesen una camilla en que estaba un joven que llevaba tres días de muerto,
para que lo resucitase el Santo, el cual, dirigiendo a Dios sur preces, le
dió gusto al César, volviéndole a la vida.
Estos prodigios
convirtieron a multitud de gentes, y aún tenían admirado al Emperador, que
habría suspendido la persecución a no ser por los consejos del profeta
Crispo, que empeño en que se quitase del medio al Santo Caralampio, diciendo
que era un gran mago, y que los portentos que había obrado eran hechos por
encantamiento. Severo insiste en que el esforzado Atleta sacrificase a
los ídolos, y viendo que no hacia aprecio de sus amenazas, mandó le
quebrantasen los carrillos con piedras, mesasen sus barbas y pasasen cerca de
su rostro teas encendidas; mas saltando las llamas y apartándose de él, no le
hicieron el menor daño antes bien se quemaron con ellas desgraciadamente
setenta soldado de los que presenciaban el tormento.
Finalmente, después que
el Santo se hizo célebre por sus virtudes, que convirtió innumerables
gentiles y obró tan portentosos milagros, entre los que no fueron de los
menores hacer florecer troncos secos de muchos años y que abrazarse la
religión la misma hija del César, Santa Galena, fue sentenciado a degüelle y
estando ya preparado para recibir el último golpe, se abrieron repentinamente
los cielos, oyéndose estas voces: "Ven, Caralampio, amigo mío,
que has padecido tanto por mi nombre: ven y pídeme lo que quieras, que yo lo
concederé". El Santo dió humildísimas gracias al Señor por tan
señalados favores, rogándole que donde se depositasen sus reliquias o
celebrarse su memoria, no hubiese ni hambre, ni peste, ni aire alguno
contagioso, que en cualquier parte se conservase la memoria de su martirio,
librase Dios a los cristianos y a los animales de todo mal. Concluida
su petición, se volvió a escuchar la misma voz que decía: Hágase como
lo has pedido, mi generoso Atleta; y al punto sin tocarle aquella
cuchilla, libre su alma de aquel cuerpo mortal, pasó ala vida eterna,
habiendo cumplido ciento trece años de edad.
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