Carta a Dios de un
sacerdote antes de morir
José Luis Martín Descalzo es un sacerdote, periodista y
escritor español proveniente de una familia profundamente cristiana de la
que era el menor de cuatro hermanos. Completó sus estudios de Historia y
Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Se ordenó sacerdote
en 1953. Ejerció como profesor y como director de una compañía de teatro
de cámara. Durante el Concilio Vaticano II fue corresponsal de prensa. Como
periodista, dirigió varias revistas y un programa televisivo. Escribió
numerosas obras literarias, de las cuales destacaron: «Vida y misterio de Jesús
de Nazaret» y «Razones: para vivir, para la esperanza, para la alegría, para el
amor y desde la otra orilla», que recogieron muchos de los artículos
periodísticos que estaban basados en hechos reales y cotidianos.
Tuvo la vida de un “sacerdote de a pie” y con
profunda sencillez busco ser fiel a su vocación. Desde joven padeció una grave
enfermedad cardíaca y renal que lo obligó a estar sometido a diálisis
durante muchos años. Vivió en todo momento sin dejar de sembrar esperanza,
hasta su muerte en Madrid, el 11 de junio de 1991. Acá les dejamos su último
artículo antes de morir, una carta a Dios, un precioso texto digno de ser
meditado y compartido.
Gracias. Con esta palabra podría concluir
esta carta, Dios o, “amor mío”. Porque eso es todo
lo que tengo que decirte: gracias, gracias. Si desde la altura de mis cincuenta
y cinco años vuelvo mi vista atrás, ¿qué encuentro sino la interminable
cordillera de tu amor? No hay rincón en mi historia en el que no fulgiera tu
misericordia sobre mí. No ha existido una hora en que no haya experimentado tu
presencia amorosa y paternal acariciando mi alma.
Ayer mismo recibía la carta de una amiga que acaba
de enterarse de mis problemas de salud, y me escribe furiosa: «Una gran carga
de rabia invade todo mi ser y me rebelo una vez y otra vez contra ese Dios que
permite que personas como tú sufran». ¡Pobrecilla! Su cariño no le deja ver la
verdad. Porque –aparte de que yo no soy más importante que nadie– toda mi vida
es testimonio de dos cosas: en mis cincuenta años he sufrido no pocas veces de
manos de los hombres. De ellos he recibido arañazos y desagradecimientos,
soledad e incomprensiones. Pero de ti nada he recibido sino una interminable
siembra de gestos de cariño. Mi última enfermedad es uno de ellos.
Me diste primero el ser. Esta maravilla de ser
hombre. El gozo de respirar la belleza del mundo. El de encontrarme a gusto en
la familia humana. El de saber que, a fin de cuentas, si pongo en una balanza
todos esos arañazos y zancadillas recibidos serán siempre muchísimo menores que
el gran amor que esos mismos hombres pusieron en el otro platillo de la balanza
de mi vida. ¿He sido acaso un hombre afortunado y fuera de lo normal?
Probablemente. Pero, ¿en nombre de qué podría yo ahora fingirme un mártir de la
condición humana si sé que, en definitiva, he tenido más ayudas y comprensión
que dificultades?
Y, además, tú acompañaste el don
de ser con el de la fe. En mi infancia yo palpé tu presencia a todas horas.
Para mí, tu imagen fue la de un Dios sencillo. Jamás me aterrorizaron con tu
nombre. Y me sembraron en el alma esa fabulosa capacidad: la de saberme amado,
la de sentirme amado, la de experimentar tu presencia cotidiana en el correr de
las horas. Hay entre los hombres –lo sé– quienes maldicen el día de su
nacimiento, quienes te gritan que ellos no pidieron nacer. Tampoco yo lo pedí,
porque antes no existía. Pero de haber sabido lo que sería mi vida, con qué
gritos te habría implorado la existencia, y ésta, precisamente, que de hecho me
diste.
Supongo que fue absolutamente decisivo el nacer en
la familia que tú me elegiste. Hoy daría todo cuanto después he conseguido solo
por tener los padres y hermanos que tuve. Todos fueron testigos vivos de la
presencia de tu amor. En ellos aprendí –¡qué fácilmente!– quién eras y cómo
eres. Desde entonces amarte –y amar, por tanto, a todos y a todo– me empezó a
resultar cuesta abajo. Lo absurdo habría sido no quererte. Lo difícil
habría sido vivir en la amargura. La felicidad, la fe, la confianza en la vida
fueron, para mí, como el plato de natillas que mamá pondría, infaliblemente, a
la hora de comer. Algo que vendría con toda seguridad. Y que si no venía, era
simplemente porque aquel día estaban más caros los huevos, no porque hubiera
escaseado el amor. Entonces aprendí también que el dolor era parte del juego.
No una maldición, sino algo que entraba en el sueldo de vivir; algo que, en
todo caso, siempre sería insuficiente para quitarnos la alegría.
Gracias a todo ello, ahora –siento un poco de
vergüenza al decirlo– ni el dolor me duele, ni la amargura me amarga. No porque
yo sea un valiente, sino sencillamente porque al haber aprendido desde niño a
contemplar ante todo las zonas positivas de la vida y al haber asumido con
normalidad las negras, resulta que, cuando éstas llegan, ya no son negras, sino
solo un tanto grises. Otro amigo me escribe en estos días que podré soportar la
diálisis «chapuzándome en Dios». Y a mí eso me parece un poco excesivo y melodramático.
Porque o no es para tanto o es que de pequeño me «chapuzaron» ya en la
presencia «normal» de Dios, y en ti me siento siempre como acorazado contra
el sufrimiento. O tal vez es que el verdadero dolor aún no ha llegado.
A veces pienso que he tenido
«demasiado buena suerte». Los santos te ofrecían cosas grandes. Yo nunca he
tenido nada serio que ofrecerte. Me temo que, a la hora de mi muerte, voy a
tener la misma impresión que en ese momento tuvo mi madre: la de morirme
con las manos vacías, porque nunca me enviaste nada realmente cuesta arriba
para poder ofrecértelo. Ni siquiera la soledad. Ni siquiera esos descensos a la
nada con que tú regalas a veces a los que verdaderamente fueron tuyos. Lo
siento. Pero ¿qué hago yo si a mí no me has abandonado nunca? A veces me
avergüenzo pensando que me moriré sin haber estado nunca a tu lado en el huerto
de los olivos, sin haber tenido yo mi agonía de Getsemaní. Pero es que tú –no
sé por qué– jamás me sacaste del domingo de Ramos. Incluso alguna vez –en mis
sueños heroicos– he pensado que me habría gustado tener yo también una buena
crisis de fe para demostrarte a ti y a mismo que la tengo. Dicen que la
auténtica fe se prueba en el crisol. Y yo no he conocido otro crisol que el de
tus manos siempre acariciantes.
Y no es, claro, que yo haya sido mejor que los
demás. El pecado ha puesto su guarida en mí y tú y yo sabemos hasta qué
profundidades. Pero la verdad es que ni siquiera en las horas de la quemadura
he podido experimentar plenamente la llama negra del mal de tanta luz como tú
mantenías a mi lado. En la miseria he seguido siendo tuyo. Y hasta me
parece que tu amor era tanto más tierno cuantas más niñerías hacía yo.
También me gustaría presumir ante ti de
persecuciones y dificultades. Pero tú sabes que, aun en lo humano, me rodeó
siempre más gente estupenda que traidora y que recibí por cada incomprensión
diez sonrisas. Que tuve la fortuna de que el mal nunca me hiciera daño y, sobre
todo, que no me dejara amargura dentro. Que incluso de aquello saqué siempre
ganas de ser mejor y hasta misteriosas amistades.
Luego me diste el asombro de mi
vocación. Ser cura
es imposible, tú lo sabes. Pero también maravilloso, yo lo sé. Hoy no tengo, es
cierto, el entusiasmo de enamorado de los primeros días. Pero, por fortuna, no
me he acostumbrado aún a decir misa y aún tiemblo cada vez que confieso. Y sé
aún lo que es el gozo soberano de poder ayudar a la gente –siempre
más de lo que yo personalmente sabría– y el de poder anunciarles tu nombre. Aún
lloro –¿sabes?– leyendo la parábola del hijo pródigo. Aún –gracias a ti– no
puedo decir sin conmoverme esa parte del Credo que habla de tu pasión y de tu
muerte.
Porque, naturalmente, el mayor de tus dones fue tu
Hijo, Jesús. Si yo hubiera sido el desgraciado de los hombres, si las
desgracias me hubieran perseguido por todos los rincones de mi vida, sé que me
habría bastado recordar a Jesús para superarlas. Que tú hayas sido uno de
nosotros me reconcilia con todos nuestros fracasos y vacíos. ¿Cómo se puede
estar triste sabiendo que este planeta ha sido pisado por tus pies? ¿Para qué
quiero más ternuras que la de pensar en el rostro de María?
He sido feliz, claro. ¿Cómo no iba a serlo? Y he
sido feliz ya aquí, sin esperar la gloria del cielo. Mira, tú ya sabes que no
tengo miedo a la muerte, pero tampoco tengo ninguna prisa porque llegue. ¿Podré
estar allí más en tus brazos de lo que estoy ahora? Porque éste es el
asombro: el cielo lo tenemos ya desde el momento en que podemos amarte.
Tiene razón mi amigo Cabodevilla: nos vamos a morir sin aclarar cuál es el
mayor de tus dones: si el de que tú nos ames o el de que nos permitas amarte.
Por eso me da tanta pena la gente que no valora sus
vidas. Pero ¡sí estamos haciendo algo que es infinitamente más grande que
nuestra naturaleza: amarte, colaborar contigo en la construcción del gran
edificio del amor!
Me cuesta decir que aquí te damos gloria. ¡Eso
sería demasiado! Yo me contento con creer que mi cabeza reposando en tus manos
te da la oportunidad de quererme. Y me da un poco de risa eso de que nos vas a
dar el cielo como premio. ¿Como premio de qué? Eres un tramposo: nos regalas tu
cielo y encima nos das la impresión de haberlo merecido. El amor, tú lo sabes
muy bien, es él solo su propia recompensa. Y no es que la felicidad sea la
consecuencia o el fruto del amor. El amor ya es, por sí solo, la felicidad.
Saberte Padre es el cielo. Claro que no me tienes que dar porque te quiera.
Quererte ya es un don. No podrás darme más.
Por todo eso, Dios mío, he querido hablar de ti y
contigo en esta página final de mis «Razones para el amor». Tú eres la última y
la única razón de mi amor. No tengo otras. ¿Cómo tendría alguna esperanza sin
ti? ¿En qué se apoyaría mi alegría si nos faltases tú? ¿En qué vino insípido se
tornarían todos mis amores si no fueran reflejo de tu amor? Eres tú quien da
fuerza y vigor a todo. Y yo sé sobradamente que toda mi tarea de hombre es
repetir y repetir tu nombre. Y retirarme.
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